AMABLES PALABRAS DE INMA ARRABAL HACIA COTIDIANOS.
"La campana de la iglesia tocaba, con ese tañido lastimero, inundando de sonido los espacios. En la playa aguardaban las barcas, embebidas de tripulaciones. Unos empujaban las naves para echarse pronto a la mar, otros apuraban la puesta en marcha de los motores. Las olas arreciaban con fuerza, lamiendo la costa a brochazos, casi devoradores por su intensidad. Un niño contemplaba absorto la furia de las aguas mientras el horizonte despuntaba junto al sol. Y bañada por las olas, como reflujo de algo que viene y que va, encontró una gorra de capitán de la marina mercante y la contempló sin saber de los anhelos y emociones de un niño que, como él, años atrás, mirara el mar del mismo modo. El mar lamía sus pies, mientras, con las manos, el niño sostenía lo que en algún momento perteneció a otro. Las aguas se llenaron de barcas y el horizonte las recibió con su habitual sonrisa tan rectilínea, tan quieta... en tanto las olas traidoras mecían sus volúmenes, burlándose de la osadía del hombre."
Y este relato me recuerda a uno de mi libro: Luna de cristal y que titulé: Hechizo. Así que ahí lo dejo.
Hechizo
El joven, de cabellos castaños y ojos color de aceite, lleva un arete plateado en el lóbulo de la oreja izquierda. Sonríe tristemente con una sonrisa que pone hoyuelos en sus mejillas.
Entra por el paseo, se dirige al acantilado y allí mira hacia los espigones que abrazan el puerto. Es un puerto antiguo de una aldea pesquera. Sus calles angostas serpentean entre las casuchas grises que, encaradas al mar, se extienden a lo largo de la costa y terminan en un tramo de mojones de madera podridos, con una costra de sal seca por encima.
Los muelles, abandonados y salpicados de guano, se internan en el mar. Un pequeño lugre de vela blanca navega escorado. El aire es salobre y algunos peces muertos cabecean contra las rocas.
El muchacho sueña con campos soleados impregnados de dulce aroma a violetas y artemisas, en un sitio apacible en el que se escucha el coro zumbón de las abejas y el trino de los pájaros, pero sólo ve rocas abruptas que descienden a una cala lamida por las olas y oye el graznido de las gaviotas que planean sobre el mar.
A lo lejos, caminando por la playa, se acerca una figura femenina acompañada de tres perros. La reconoce enseguida por el ligero renqueo y nota la sangre galopar bajo su piel sin dejarlo pensar con serenidad. Deja de sonreír y sólo queda su tristeza.
Recuerda cuando paseaban bajo la lluvia intentando hallar un guijarro liso o una bonita caracola y recuerda también el rostro de la muchacha, húmedo de lluvia, bajo las gotas que caían sistemáticamente sobre la arena de dunas amarillentas.
Daba gusto caminar bajo ese ritmo susurrante, mirando las encharcadas huellas de sus pies, sintiéndose los amos de la lluvia y del mundo.
En las noches de luna, se sentaban en uno de los malecones y escuchaban golpear las olas contra la pared de piedra. A veces miraban el mar y otras veces, de espaldas, contemplaban el desconcertante paisaje de la aldea confundiendo el pestañeo de las luces en las ventanas con aturdidas y brillantes luciérnagas.
Eran noches agradables. La oscuridad los redeaba en un abrazo tan protector como el de los espigones que abrazaban el puerto. Ella le preguntaba:
-¿Y si la luna fuese un queso? ¿Y si el mar fuera chocolate deshecho...?
Cuando las nubes surcaban el cielo ocultando la luna, ella decía:
-Ves, los ratones se comen el queso...
El mar abofeteaba los postes del muelle y el viento soplaba desde el agua, con un ligero resuello, susurrando palabras invisibles. Era como un hechizo.
Pero ya no existe nada mágico entre ellos. El hechizo se ha roto y sólo le queda soñar con ella, sentada a su lado, mirando el fuego del hogar, un fuego breve de piñas y pinaza, mientras él fuma una cachimba olorosa y la lluvia bate sobre los cristales.
La realidad se impone como niebla que avanza lentamente y la lluvia que ha seguido cayendo y llenando las huellas de sus pies hasta borrarlas.
Con los ojos ardientes, doloridos y cansados, llenos de pensamientos melancólicos, el muchacho piensa, por un instante, sumergirse en lo más profundo y verde del fondo marino hasta que desaparezca, por encima de él, el susurro rítmico de la lluvia. Entonces, los ojos no le dolerán, estarán fríos y dormidos.
Sobre la playa empezará otro día.
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